A las siete de la mañana los chicos ya están haciendo fila para sacar número. A las 9 comienza a deshojarse el talonario del comedor comunitario “Por una sonrisa feliz”, de El Manantial. La comida no siempre alcanza para todos, así que el que se duerme corre riesgo de quedarse sin comer. Son alrededor de 260 personas, entre grandes y chicos, los que van a buscar la vianda con el almuerzo tres veces a la semana y dos, la merienda. Las madres cocinan en ollas gigantes, sobre la leña encendida.
Desde hace tres años, cuando comenzó esta obra, Yanina Domínguez ha ido registrando todos los nombres de los comensales en una carpeta y todas sus historias, en su cabeza. Cada cual más triste, más desesperanzadora. “Mas o menos 35 chicos no van a la escuela”, dice. Sale de su casa donde funciona el comedor, detrás del country Cerro Azul, y acompaña a LA GACETA a dar una vuelta por el barrio.
En la calle juega Kevin Peralta, que tiene 11 años y no va a la escuela. Su mamá ha fallecido hace cuatro por una septicemia y él se ha quedado al cuidado de su cuñada. Para Noelia Amallo la carga es pesada. Su marido (el hermano de Kevin) es “changuero” y además tienen dos hijas de siete y ocho años, que recién ayer ha podido mandar a la escuela porque no tenían útiles. “El padre de Kevin no se hace cargo, cobra el salario pero no nos pasa a nosotros para que le criemos el hijo”, denuncia Noelia.
Kevin ha ido alguna vez a la escuela Provincia de Misiones 243 pero ya no se acuerda nada. Confiesa que no sabe leer ni escribir. A esa escuela de La Cañada, Yerba Buena, va la mayoría de los chicos de la zona. “Él tiene asma, lo han operado de los intestinos cuando era bebé”, dice levantándole la remera y descubriendo el abdomen surcado por una enorme cicatriz. “La maestra ha dicho que él es de riesgo y que tiene que estudiar en la casa, pero aquí no tenemos ni un celular para que haga las tareas”, explica la cuñada. “Además yo ni siquiera tengo para inscribirlas a mis hijas en la escuela. Me cobran $ 1.200 por las dos y me las reciben condicional porque no he podido pagar ni el seguro escolar”, remata. Noelia cocina en el comedor y trae todos los días la comida para todos.
En el mismo terreno viven todos los hermanos Peralta Pero ninguno más puede ayudar a Kevin. Jenifer tiene 14 años y no va la escuela, tampoco nadie se lo exige. A veces ella también va a la cosecha del limón con sus hermanos. Selena, de 20 años, acaba de tener un bebé, pero es madre soltera y además tiene un retraso madurativo. Cuenta con certificado de discapacidad pero no cobra la pensión. “No sé como hacer para que me paguen, no conozco dónde se saca turno”, reconoce. Tampoco hay ningún celular en la casa. Apenas sabe poner su firma.
Micaela Casandra es otra niña. Aunque ya es mamá desde el 31 de enero, tiene apenas 17 años. Dice que no puede cobrar el salario por su hija porque es menor de edad. “En la Anses me han dicho que espere hasta los 18 años porque todavía no tengo la edad. O sino que vaya con mi papá, pero él es pícaro porque él si cobra por nosotros. Yo a él casi no lo veo”, dice sin dejar a amamantar a su bebé. “Me gustaría ir a la escuela”, sonríe sin barbijo. “Yo quisiera alguna ayuda del gobierno para seguir estudiando, aunque tenga que repetir el primer año”, vuelve a sonreír.
Sofía Pistán, esposa de otro de los Peralta, tiene tres hijos: uno de siete años, que no va a la escuela y del que ella sospecha que tiene algún problema de conducta, pero nunca lo hizo ver en el CAPS; una nena de tres, que no tiene documentos de identidad y una bebé de dos meses. “Cómo nos haría falta de venga por aquí el móvil de la Anses”, suspira Yanina.